Cuando lo miraba a
los ojos, pese a que muchas veces me evitaba, y no sé si era tan conciente de
ello, tenía la intensa necesidad de escudriñar en sus
deseos más profundos, en los dolores de su alma, en sus miedos más arcaicos, en aquellos
recuerdos que lo hicieron plenamente feliz, en todo aquello que alegraba su
corazón y le daba motivos para vivir... no anhelaba saber sus secretos, sino
más bien todo lo que para él era realmente importante, aquello que lo impulsaba
y por lo que luchaba, lo que daba sentido a cada paso en su camino.
Algo que me
estaba vedado.
En tantos años no
logré atravesar los muros... no pude acariciar su alma...
Cuán espejo era él
para mí?
Me espantaba pensar tanto hermetismo... tanto narcisismo... tanta
distancia a la hora de fluir en los sentimientos... tanta crítica de su
parte... y por supuesto, todo esto en mí. Tanto me mostraba.
Muchas noches cuando
se quedaba dormido me detenía a observarlo con embeleso, como si fuera un
niño... sentía sus latidos en armonía con los míos, y sólo podía orar pidiendo
paz por nuestros corazones heridos, claridad para que cada uno encuentre su
verdad y más allá de lo que eso signifique, que tuviésemos el valor para seguir
nuestro camino de crecimiento.
Los ríos subterráneos
eran cada vez más tumultuosos... y el silencio era lo más difícil de soportar.
Algo que en ambos ya resultaba moneda común.
El motivo que
desencadenaría la despedida podía ser fatuo; en todo caso, no tuvo importancia.
La vida bendice a
quienes tienen el coraje de enfrentarla.
Sandra Zárate